Cualquier práctica deportiva implica numerosos beneficios para nuestro sistema cardiovascular, que además se adapta en función de si predomina un componente aeróbico o de resistencia.
Estos principales beneficios son el enlentecimiento de la frecuencia cardiaca, un aumento de las cavidades cardiacas, un ligero engrosamiento de los espesores de las paredes del corazón, mejora la función sistólica y diastólica y mejora de la vascularización, tanto del miocardio como de la musculatura activa periférica.
Todas estas adaptaciones tienen una repercusión en la mejora de la capacidad funcional, más allá del rendimiento deportivo, ya que también nos ayuda en nuestras actividades del día a día. Y claramente el riesgo de enfermedad cardiovascular, sobre todo cardiopatía isquémica, será menor.
Aunque la actividad deportiva se lleve practicando desde hace años, es importante someterse a una valoración cardiológica. Dicho estudio debe incluir una historia clínica detallada, buscando síntomas de sospecha como palpitaciones, dolor torácico, mareo o síncope asociado al esfuerzo.
También es necesario buscar algún antecedente de muerte súbita o cardiopatía hereditaria e familiares y una exploración física en la que se descarte la presencia de soplos anormales. Existen otras muchas pruebas que se deberán realizar dependiendo el nivel del deportista, de los hallazgos de las pruebas básicas y del tipo de actividad que se haya elegido realizar.